En cualquier época del año seguimos conmoviéndonos con historias de acoso, malos tratos y demás vejaciones que siguen siendo habituales en nuestra sociedad, en mayor medida de la que sería deseable. Si fijamos la atención en los centros educativos, se siguen repitiendo historias de acoso, de violencia, dirigidas a personas que tienen algún rasgo diferente a los de la mayoría: un tono de piel distinto, el país de origen, pero también otras diferencias mucho más sutiles que simplemente reflejan que alguien no sigue la norma y no actúa como lo hace la inmensa mayoría y, por ello, puede ser objeto de burla, de desprecio y hasta de agresión.
Probablemente, hasta aquí, se puede estar bastante de acuerdo en que se trata de comportamientos condenables, probablemente hasta aquí, uno no pone cara ni nombre. Pero a partir de aquí, se puede producir una de las paradojas de la sociedad, uno de esos momentos en que los grupos en masa, cambian su perspectiva, su orientación, para apuntar a la víctima, en vez de apuntar a la persona que presenta esa conducta violenta. ¿Cómo ocurre esto? Esto sucede en el momento en el que la persona víctima de tales acosos informa a alguien que pueda tener responsabilidad, a alguien capaz de tomar medidas y aplicar las consecuencias de un acto inadecuado y que debe ser impedido en su continuidad. En esos momentos comienzan a darse otras apreciaciones del tipo “ha sido una exageración”, “no era para tanto” “en realidad no pretendía ofender así” y ahora fíjate en las consecuencias.
Mientras se conceda más importancia a la exageración de la persona víctima de un acoso (que por cierto, de exageración nada) que a la propia conducta violenta o de desprecio, estamos ante un problema como sociedad, como colectivo. Se sigue disculpando o justificando a la persona que acosa, que menosprecia a otra persona por cualquier rasgo diferente, y se sigue intentando culpabilizar a la víctima cuando se intentan aplicar medidas de corrección que permitan a quien está acosando, darse cuenta y tomar conciencia de que lo hecho está mal, es inadmisible y se tiene que parar y corregir. No se puede permitir que una persona víctima de un comportamiento agresivo, en cualquiera de sus modalidades, se sienta culpable por haber dicho lo que otra persona le hace, faltando al respeto y a su dignidad.
Y no es posible creer que a alguien que está acosando a otra persona, que está intimidando y agrediendo; a ese alguien, no se le consigue corregir con una expulsión de días, ni haciéndole escribir un trabajo sobre racismo o sobre diferencias culturales. No podemos mostrar tanta ingenuidad y falta de responsabilidad, a pesar de que se trate de jóvenes y adolescentes. Estos comportamientos tienen que llevar asociados otro tipo de intervención, más activa, más enérgica y, sobre todo, más reparadora y correctora, pero no con el propósito de castigar a quien comente tal acto, sino con el propósito de que aprenda y crea que eso no se debe seguir produciendo.
Todos somos responsables, como colectividad, como sociedad, de que estos comportamientos se corrijan, y especialmente en los más jóvenes, en los adolescentes que serán luego adultos y que seguirán reproduciendo los principios aprendidos. En las víctimas que seguirán creyéndose culpables de haber denunciado-anunciado aquello a lo que se les quiere someter. No valen los silencios en esto.
catalinafuster.com
Psicóloga y Coach