Podría decirse que estamos casi a mitad de curso, a mitad de la segunda evaluación, o a final del primer cuatrimestre para los universitarios. A estas alturas, ya comienzan a verse los indicios de cómo les van las cosas a las personas que están estudiando y, tal vez, a algunos les esté entrando el desánimo y la frustración o a otros les pueda dar por entender que, incrementando un poco el trabajo y el esfuerzo, puedan llegar a obtener buenos resultados. Sea como sea, es lógico pensar que los que se dedican a estudiar lo hacen para llegar a un objetivo, para conseguir una meta que les permita llegar a distintos sitios: otro nivel de estudios, una especialización, un trabajo, o cualquier otra razón.
El mundo de los estudiantes lleva asociado muchos aprendizajes, los que son propiamente de contenidos, los que se refieren a las actitudes personales de perseverancia, de ser positivos, de superación, o los que tienen que ver con el manejo de la frustración o las expectativas. En este sentido, es importante recordar el papel que juega toda la sociedad en el proceso de educación de los jóvenes. Alguna vez nos hemos referido a ello, revisando lo importante que es el apoyo de las familias y la participación continua en todo el proceso, y la perseverancia y el trabajo que tienen que mantener de forma constante los chicos y chicas. Pero hoy reflexionamos sobre el papel de los profesores. Suele ser lógico y habitual que su nivel de intervención sea distinto según las etapas, en infantil y primaria son casi los suplentes de los padres durante algunas horas al día, en secundaria cambian considerablemente su papel y pasan a tener un trabajo más duro, y en la universidad o escuelas superiores es otro universo.
Pero, ¿existe proporcionalidad entre el trabajo e implicación del profesorado y la exigencia de resultados? Mi particular observación en este ámbito, me lleva a pensar que más bien no. A medida que subimos de nivel en los estudios, algunos profesores, que no todos, parece que disponen de menores habilidades de comunicación, que no realizan grandes esfuerzos en explicar la materia ni en comprobar que sus alumnos la entienden, pero luego son muy exigentes en la evaluación de los resultados. No voy a decir que esté mal ser exigente en los resultados de los estudiantes, ni mucho menos. Lo que considero que está mal, porque es un aprendizaje inadecuado para ellos, es el hecho de utilizar poca habilidad en las explicaciones o invertir poco esfuerzo en explicar los detalles de la materia, y luego esperar que los estudiantes resuelvan ejercicios de evaluación con niveles de exigencia que no se corresponden. Quizás sea hora de dejar de pensar que la fama académica de un profesor se mide por el número de alumnos que es capaz de suspender, tal vez merezca la pena comenzar a medir el éxito académico de los docentes por el número de alumnos brillantes, bien preparados por sus profesores y bien motivados a partir de sus propios esfuerzos que creen en el resultado de su trabajo, porque han tenido la guía adecuada. En un sistema tan cuestionado, habrá que fijarse en los alumnos, pero también en el papel de los docentes, y de eso poco se habla.
Es cuestión de proporcionalidad, el profesor que decide ser muy exigente, debe serlo comenzando por su propio trabajo y dedicación hacia los alumnos. No sea cosa que podamos llegar a pensar que detrás de exigencias desmesuradas se oculta una cierta mediocridad en conocimientos o en habilidades formativas. El aprendizaje de un alumno para ser brillante, como tantos otros, se consigue desde el ejemplo.
catalinafuster.com
Psicóloga y Coach