Estaremos de acuerdo que los períodos vacacionales rompen el ritmo y nos provocan cambios que son bastante inevitables, y que suponen un esfuerzo mayor o menor para recuperar la rutina y el ritmo natural de cada uno. Hablando de ritmo natural, está claro que cada persona tiene uno distinto, algunos van más acelerados y otros no tanto. Pero la diferencia puede ser más grande si nos fijamos en la edad de las personas. Muchos adultos hemos acelerado, hemos aprendido a ir más rápido con la idea de ser más eficaces o de intentar incrementar el rendimiento. Pero en el caso de los niños, las diferencias pueden ser bastante grandes; ya no solo por la “velocidad” a la que hacen algunas cosas, que probablemente será inferior, sino también por los aspectos y las cuestiones en las que centran su atención.
Algunos padres se quejan y consideran que tienen un problema, cuando sus hijos no atienden a ciertas cosas y no llevan la “velocidad” de acción que utilizan ellos mismos. Tal vez lo primero que haya que preguntarse es si esa “velocidad” es la adecuada, la necesaria para ellos. No olvidemos que a la hora de medir algo, es importante utilizar la medida adecuada, si queremos medir una distancia usaremos un metro, no una balanza. Y aunque esto sea evidente, en algunas mediciones no siempre se acierta con la medida que se usa y se quiere medir o evaluar el ritmo de una niño con las mismas necesidades de los adultos cuando no siempre es así, porque sus necesidades no son las nuestras o nuestras prisas no son las suyas. El tiempo, que parece una medida objetiva y común sin discusión posible, puede resultar que tiene dimensiones distintas cuando se tienen seis años o cuando se tienen cuarenta. Seguramente no pretendemos incluir la misma cantidad de acciones o de cosas en un caso que en otro y, tal vez convenga que sea así. ¿Es imprescindible que los niños aprendan rápido a ir de prisa y hacer las cosas a un ritmo elevado? Vale la pena pensarlo y meditar la respuesta.
La otra cuestión es si se distrae con una mosca y está continuamente despistado o despistada. De nuevo volvemos al uso de la medida adecuada para valorar esa distracción. Hay tantos estímulos y tanta información a nuestro alrededor que aprendemos a seleccionar a qué cuestiones les prestamos atención; y, de nuevo, puede que no coincidamos todos en lo mismo. Para los más jóvenes será más estimulante contemplar el “vuelo de una mosca”, que andar pensando en planificar lo que tienen que hacer en las próximas dos horas. De nuevo se trata de un aprendizaje que hay que valorar en base a las necesidades reales de cada edad y de cada momento del desarrollo personal. A pesar de ello, hay padres que creen que sus hijos o hijas son más despistados que los demás, que se distraen con más facilidad. Seguramente el asunto es algo más complejo y responde a un conjunto amplio de factores subjetivos. Sería bueno tener en cuenta que la atención es selectiva, que se aprende a centrar y a enfocar hacia determinados temas, que la motivación influye mucho en la atención, o que es complicado calificarla como buena o mala de una forma simple y rápida. Y también se hace necesario reflexionar sobre las conductas que consideramos despistes, no es lo mismo el que no recuerda tareas a realizar, o no sabe dónde dejó algo, que el que se va dando traspiés o se cae con cierta frecuencia, ya que en un caso nos referimos a la atención y en el otro, tal vez, a la psicomotricidad. En todo caso, sirva esta reflexión como aperitivo, habrá que ir definiendo matices.
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Psicóloga y Coach