Si preguntásemos a cualquier padre o madre si quiere a sus hijos, se sentiría ofendido ante tal pregunta, puesto que se supone que la respuesta es un rotundo SI. No obstante, la sabiduría popular y las familias, cuentan anécdotas de diferencias de afecto entre unos hijos u otros, y hay evidencias de que fulanito era el ojito derecho de su madre o menganito el de su padre. Algunas familias reconocen abiertamente una ligera preferencia por alguno de sus miembros que, desde bien pequeños, ha sido alguien que ha generado mayores simpatías que se ha traducido en clara preferencia. De todos modos, la preferencia por un hijo o una hija, no siempre está vinculada a mayor afecto, puede ser preferencia relacionada con docilidad, con alguien que no da mucho ruido o que evita situaciones de conflicto.
No obstante, vamos a ir un paso más allá y vamos a reflexionar sobre cómo se va transformando el amor que se siente por los hijos e hijas. Desde el momento del embarazo, la madre empieza a generar unas emociones hacia su futuro hijo o hija, según sea un embarazo previsto o por sorpresa, según la manera de manejar sus propios miedos, según las expectativas que deposite en ese ser, y según muchas más cosas que vayan pasando por su mente y por su entorno. Cuando el bebé nace y se conocen, comienza una relación que puede estar marcada por muchos elementos y que, en la mayoría de los casos, pasa a ser, al menos una relación de tres: padre-madre-bebé. En estos momentos germina o se expresa un afecto, un amor que puede crecer, menguar y transformarse con el paso del tiempo y según lo que ocurra entre ellos. Sabemos que se supone que los padres y madres tienen que querer a sus hijos e hijas, pero este afecto no siempre es espontáneo, automático e incondicional.
Algunos niños y niñas crecen con la sensación de que se les quiere o no, según lo que hacen, según cómo se comportan, o según lo que ofrecen a sus padres y madres. El miedo que pueda desarrollar cualquier niño o niña de corta edad a ser rechazado o a no ser querido, puede llevar a que presente conductas disruptivas e inadecuadas en el entorno en el que está; estas conductas pueden generar rechazo por parte de los progenitores y otros familiares y, de esta manera, se produce una espiral que se alimenta a sí misma. Cuando esas personas se van haciendo mayores, aprende a sobrevivir sin el afecto directo o crece con una creencia de que no se les quiere lo suficiente porque no son buenos o buenas para ser queridos.
Conviene recordar que cuando hay que corregir conductas, es fundamental hacerlo refiriéndose a lo que la persona ha hecho, y no expresarlo como lo que es, es decir, “esto que has hecho está mal”, en vez de decir “eres malo/a”. Esta diferencia resulta sustancial para salvar el amor hacia los menores, porque les enseña que se les quiere por ellos mismos y por sus actuaciones. El sentir amor incondicional es uno de los ingredientes fundamentales para fomentar personas felices, seguras, que aprendan a manejar sus errores y a querer mejorar por sí mismas para ser mejores personas y no para merecer ser queridos o queridas, con la presión que eso suponga. Y el hecho de crecer y madurar en un mundo con amor y afecto impulsa a que, a su vez, cada cual esté más predispuesto/a a amar sin condiciones a los demás. Recordando que amar no impide corregir ni educar en las mejoras, pero da la seguridad de que a alguien se le quiere por sí mismo y no por su forma de hacer determinadas cosas.
catalinafuster.com
Psicóloga y Coach